Los que siguen esto con cierta cadencia habrán notado que de un tiempo a esta parte estoy siendo arrastrado por la marea de la vida y vivo sin vivir en mí. Hasta que no culmine la semana que viene la primera parte de mi curso de holandés no podré centrar mi cerebelo en asuntos trascendentales y por ende, me limito a distorsionar sobre lo que sucede a mi alrededor. La foto de hoy homenajea los cascos de bombero. Es un cruce entre los susodichos cascos y los gorros de pedorra nonagenaria volante de Iberia. La explicación viene a continuación.
Esta tarde andaba yo reunido salvando el universo e imponiendo mis criterios técnicos de cara a la nueva versión de uno de nuestros productos con un grupo de holandeses. La conversación fluía alternando entre el neerlandés y el inglés con eventuales interjecciones en español para darle un poco de color, cuando comenzaron a sonar las alarmas del edificio. Nos quedamos todos quietos, mirándonos los unos a los otros sin saber que hacer. Inocentemente pregunté: «¿No es esa la alarma de incendios?» era una de esas preguntas tontas que no merecen respuesta, pero todo el mundo en la mesa asintió.
Se me frizó el mundo. Yo con estos pelos y un incendio entre manos. Con lo fácil que arde la gomina. Hoy no más homenajeaba al extinto presidente Aznarín de la mancha, con ralla a un lado y bigotín pintado. Abrimos la puerta y nos pusimos a mirar. Según las normas, tenemos que esperar hasta que la persona designada en nuestra planta (y que supuestamente recibe información confidencial) nos indique cual de las múltiples salidas de emergencia es la correcta. Esto, que en teoría suena muy bonito, significa que salimos en fila de uno como si fuéramos colegiales de película de terror americana. Cuando el trenecito de empleados pasó, nos colgamos y seguimos a la plebe.
En un fugaz ataque de inteligencia, el Señor nuestro Dios me iluminó y grité: «¡Que se pare el tren que yo me bajo aquí!». Se detuvo todo el mundo. Por la interminable fila todos se preguntaban que sucedía. Me salí de la línea y corrí a mi despacho. ¡Estamos locos o qué! Fuera hay 6 grados y yo no voy a salir sin el abrigo. Volví corriendo, me reincorporé a la pausada fila y di el aviso para que arrancaran nuevamente.
Llegamos a la escalera y vamos cogiendo velocidad cuando otro fugaz destello me ofuscó la inteligencia. «¡Quietos parados todos ahí! ¡No se me mueva ni Dios!» Me eché a correr de vuelta a la oficina y recuperé mi iPod mini. Vamos, antes ardo en el infierno que dejo yo que se eche a perder semejante joya. Vuelvo a la fila y doy el aviso.
Los holandeses ya murmuraban por lo alto, cosa que me la trae al fresco. Cuando estamos bajando una de las secretarias sufrió la misma iluminación que Yo y se da cuenta de que vamos directos al crudo invierno y ella poco menos que en bragas. Lo comenta en voz alta y Yo la consuelo diciéndole que no se preocupe, que fuera no está tan frío (mientras me arrebrujo en mi super-abrigo de invierno, diseñado para soportar temperaturas de hasta menos quince grados bajo cero). La pobre gilipollas como que se lo creyó y se quedó tan tranquila.
Llegamos sin mayores incidencias a la calle. En la friolera de diez minutos fue completamente evacuado el edificio. Salvo uno que es previsor, el resto de la gente pasó más frío que una oveja cardada. Después de veinte minutos en la calle, nos informaron de que había sido un ejercicio para comprobar la celeridad y la eficiencia en caso de evacuación, ejercicio que parece ser obligatorio por ley y que debe ser realizado al menos una vez al año. Nos acordamos de la madre que parió al hijoputa que planificó el evento para hoy, en lugar de haberlo hecho en Agosto, cuando el tiempo acompañaba un poco más.
PS: El título significa «salida de emergencia» y es también un claro homenaje a esas trabajadoras del aire que llenan sus aparatos de ficticias calentorras a las que ubican siempre en los lados, parte anterior y posterior y que parece ser que ayudan al desfogue varonil en caso de necesidad perentoria.