Esto es algo que llevo macerando desde que regresé de las Maldivas y retorné nuevamente a la esclavitud laboral. Fue en mi segundo día de laburo y que además fue el primero en el que fui a la oficina, que yo el primer día chambeé desde mi keli para evitar tener que bajarme a Bolduque o subirme al aeropuerto para hacer vida social, que lo bueno de estar solo en el equipo es que no necesito ver a los colegas para intercambiar ningún tipo de información. En ese primer día ferroviario, bajaba a Bolduque y usé la opción 1, que todos sabemos que es aquella en la que voy en dirección contraria al destino pero llego cinco minutos antes, así que primero pillé un tren regional a la estación de Utrecht Centraal y allí cambié al tren rápido que va al sur. Aquellos que no tienen pérdidas de memoria recordarán que no hace mucho en uno de esos trenes se desnudó un pavo delante mí, algo también documentado profusamente en el mejor blog sin premios en castellano. Regresando a la historia, que me difumino, nuevamente estoy en el mismo lugar del tren, la zona de las puertas, en la que se sienta muy poca o ninguna gente y ese día, entra un panoli y se pone enfrente de mí. Era uno de estos holandeses del tipo palillo de limpiarse los dientes, puro hueso, sin chicha entre los huesos y la piel, y que algo salió mal cuando llegó a la adolescencia y se pasó de vueltas y creció demasiado. Además, el chamo solo tenía como quince o veinte pelos en la cara, en la barbilla, que se los había dejado crecer intentando que aquello pareciera o pareciese una barba, pero que puedo confirmar y confirmo que no lo parecía, que daba hasta lástima ver aquella escasez de pelo facial y daba también vergüenza ajena que el chamo no se afeitara aquel grupúsculo de pelo.
Nuestro tren ya iba a ciento cuarenta kilómetros por hora hacia el sur, que es la velocidad máxima de los trenes en Holanda, lugar en el que el día que hubo que elegir, prefirieron tener una red que permita mayor frecuencia y sea eficiente en lugar de trenes rapidísimos y poco usados, con lo que acabamos con seis trenes a la hora entre Utrecht y Bolduque y menos de diez minutos de espera entre trenes. Y ya me volví a desviar del asunto. Tenía al chamo delante de mí y estaba rebuscando en su pelada barba con los dedos, como tanteando y tanteando, con gestos similares a los que hacen ustedes cuando rebuscan en la nariz para sacarse una bolilla de mocos. Estaba el pavo super-entretenido, rebuscando entre aquellos pelos y yo pensando que definitivamente, eso no es muy normal. Tras un par de minutos de búsqueda intensiva, pareció encontrar algo que yo no podía ver por la distancia pero que sujetaba con precisión con dos dedos, abrió la boca y se lo jincó. Yo flipaba. El chamo, culminada la tarea, masticaba el resultado de su caza y volvía su atención a la pantalla de su telefonino.
Yo me quedé pensando y pensando en el tema porque no tenía sentido que fuera un piojo, que el chamo en la testa tenía el pelo pajoso ese de los rubios neerlandeses, pero tenía pelo suficiente para que un piojo pueda desarrollar su vida personal y laboral allí. Por consiguiente y como decía Arthur Conan Doyle, una vez descartado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad. Y lo que nos queda en este caso es que el pavo ese le comió el chocho a alguna pava que no se lo afeita y lo tenía bien peludo y acabó con la ladilla de algún otro en su cara, que todos sabemos que ladillas y piojos no comparten superficies geográficas y por eso unos viven en el pelo de arriba y las otras en los bajos. Esta línea de pensamiento es estremecedora en varios niveles, porque tenemos la certeza absoluta que el chamo come chochos, o quizás es muy fluido y también le da a las pollas y además, su último contacto bucal, fuese con mujer u hombre, fue con alguien con unas graves deficiencias higiénicas en la zona bajuna o aún peor, una persona tan promiscua que por esa zona pasan muchos y con mucha frecuencia, como con los trenes neerlandeses.
Cuando llegamos a Bolduque el chamo también se bajaba allí, así que mantuve una respetuosa distancia de seguridad pandémica y me mantuve en todo momento a más de dos metros del pavo por si llevaba algún otro pasajero que tras escuchar los alaridos de su carnal, estaba buscando un nuevo hogar humano para vivir.