La semana pasada, cuando llegué a la fábrica, estaba todo el mundo alterado, con corrillos y eso y yo pensé que por fin habían pillado a la otra rata, la grande que tenemos en la oficina y quizás la habían devuelto al país del que nunca debió de haber salido, pero después me enteré de-que-no, que era otra cosa. Uno de los colegas se acerca a mi jefe, que ese día también estaba allí y se echa a llorar mientras balbuceaba algo, que no se le entendía lo que decía. Yo aproveché esos primeros instantes de desconcierto para alzar mi mesa y ponerme de pie. Mi jefe, que tengo clarísimo que es autista emocional y ni muestra ni seguramente siente ninguna emoción, tecleaba a una velocidad de vértigo en su ordenador mientras el otro lloraba a su lado y trataba de hablar y yo veía como muchos de los que estaban en la habitación, decidían en ese mismo instante que era el momento maravillosamente idóneo para ir al baño o a tomar café y poner muchísima tierra de por medio. Cuando el chamo se tranquilizó, quizás por el continuo ruido del teclado de mi jefe, le dijo que uno de los jefillos la había palmado, que al parecer se sintió mal, fue al chamán, que le recomendó el clásico de aspirina y vaso de agua, unos días después estaba muchísimo peor, el chamán lo mandó a urgencias, allí lo ingresaron y la palmó en un par de días, como que estaba muy podrido por dentro y claro, como la medicina neerlandesa no es preventiva y la gente aquí parece que le tiene alergia a los médicos, nunca se lo vieron, que seguro que el chamo ignoró todos los avisos que le mandó el cuerpo. Como el que se lo contaba a mi jefe lloraba como una plañidera, yo supuse que eran prácticamente primo-hermanos o quizás hasta cuñaos. Mi jefe en ningún momento dejó que sus emociones afloraran y tecleaba con saña mientras yo cruzaba los dedos para no ser el destinatario del correo, que el hombre a veces te manda unos leños que no veas.
Cuando una hora más tarde me encontré con el mexicano, le pregunto si era carnal con el que la palmó y me dice que no, que sabía quién era pero que incluso creía que jamás le había hablado. Le comento lo del chamo que lloraba torrencialmente y le digo que seguramente trabajaron décadas juntos y me dice que ni-de-coña, que el que la palmó llevaba en la empresa incluso menos tiempo que yo y el llorón ni siquiera tenía trato con él, igual que mi jefe, que eso seguramente explica su más absoluta indiferencia. Un rato después nos mandan un correo informando que habrá invitación para que los empleados que quieran vayan al funeral y que pondrían un libro de condolencias en un lugar determinado y tranquilo, con vela a pilas y todo para que la gente fuera allí a escribir sus mensajes para la familia, contando, por ejemplo, grandes momentos que habían vivido con el chamo. Por curiosidad pasé por el sitio unos días después y vamos, que el colega no debía ser muy sociable porque han puesto un libro gordísimo y como no pongan a alguna inteligencia artificial a escribir cosas, se lo van a entregar a la familia vacío. Recordando muertos laborales del pasado, de mi época en la otra multinacional del país del sol caguiente, creo que con este ya van tres, quizás incluso más. A mi memoria me viene aquel que a base de fumar estaba podridísimo y lo obligaron a quedarse en su casa porque no podía ni respirar y que tres semanas después y unos días antes de la visita del médico laboral que tenía que darle el alta o la baja, la diñó y su familia ni se enteró que la había diñado hasta que el jefe del chamo en la empresa, los llamó porque no le respondía al teléfono. También recuerdo a aquel desarrollador de software que hablaba en lenguaje ensamblador y en binario y que un lunes no vino a trabajar y para el martes y de nuevo, porque la gente en la empresa estaba preocupada, encontraron que la había palmao en su keli y en la autopsia encontraron que a base de comer comida basura con mucha fritanga todos los días, descubrieron que sus niveles de colesterol eran épicos y legendarios y literalmente, reventó, con treinta y pico tacos.
Ya con tres fiambres a las espaldas, lo de la capacidad para evitar los vínculos emocionales de los neerlandeses no me sorprende. Aquí la gente puede vivir en el mismo poblacho que sus padres, hasta en la misma calle y no se hablan ni se tratan más que unas pocas veces al año. Lo de inventarse una segunda palabra para familia, esa que ya he comentado por aquí en el pasado y que se llama gezin, ya lo dice todo. Mucha gente por aquí vive su vida sin prácticamente interacciones con el resto de los humanos fuera del horario laboral y otros, los que tienen su gezin, limitan esas interacciones única y exclusivamente, a los miembros de su gezin.